Uno

Lo más complejo para dotar a un dibujo de realidad es la correcta interpretación de luces y sombras, y más sabiendo que dentro de las sombras se puede leer el pasado y el destino de todas las cosas...
Si es difícil para un pintor del común entender la importancia de este detalle, ahora qué decir de Isa. A parte de no ser pintora, opina que solo los idiotas como yo nos interesamos en este tipo de cosas, por eso me costaron varias semanas de súplicas y un millón de promesas imposibles para que se dejara arrastrar hasta la casa junto al cementerio donde estaba el taller.
—¿Qué de especial pueden tener unas pinturas hechas por un sepulturero? — me preguntó por enésima vez una incrédula Isabel, deteniéndose en mitad del sendero que conducía hacia el cementerio desde donde ya se percibía el olor a flores marchitas y a humedad.
—Cuando entres en el taller lo comprenderás — le dije, Isa me miró con esa cara de escepticismo que no se molestan en disimular las mujeres a sus 17 años y medio arrastrando los pies renovó la marcha.
—Por tu bien espero que valga la pena. Sabes que no me gusta estar allí —gruñó mientras trataba de ocultar el sentimiento de ansiedad que se le escapaba en la respiración.
—No te preocupes por los muertos Isa, yo nunca he visto que alguno se levante de la tumba.
—Como digas—cortó—. Vemos los benditos retratos y nos largamos de inmediato.
Asentí con la cabeza y no agregué una sílaba más para que Isabel no se arrepintiera. En silencio nos dirigimos hacia el único cementerio en todo Villanueva, de cerca se podía leer el nombre de aquel sombrío rincón: El Edén.
A diferencia de Isabel a mí nunca me intimidó el cementerio. Todo lo contrario, los únicos momentos en los que disfrutaba de paz total era en compañía de decenas de lápidas olvidadas en El Edén.
En los más de 12 años que viví en la casa de mi abuela siempre me creí un extraño, un visitante que solo estaba de paso. Mi abuela Martha y todos en aquel lugar se esforzaban para hacerme sentir en un ambiente familiar; pero cada mirada y cada gesto de amabilidad para conmigo lo interpretaba como una condena, como si se empeñaran en recordarme que no tenía padres, que estaba solo en el mundo.
Aunque pensándolo bien, desde que tengo uso de razón la mayoría de acontecimientos de mi vida, así fuera ver caer la lluvia o despertarme en la noche empapado en sudor frío, siempre los relacioné con mamá y papá, supongo que era una de esas invenciones de huérfano para creer que estaban ahí, cerca. Por lo que fuera, solo  me consideraba acompañado frente a montones de tumbas, en especial a las que la maleza les había robado el nombre, quizás allí estuvieran ellos.
Era la primera vez que Isa me acompañaba  hasta allí, por su propia voluntad
—¿Estás seguro que el viejo sepulturero no está en la casa?
El viejo sepulturero se llamaba… Rentería. Desde hacía más de un año se había convertido en mi maestro de dibujo.
—Ya te lo dije, el viejo Rentería  sale todos los martes a esta hora.
—¿Y si ya ha vuelto?
—Nunca vuelve hasta el anochecer.
—No sé cómo me dejé convencer de venir hasta aquí —dejó escapar Isabel en un susurro, mientras su cuerpo tembloroso terminaba de revelar su angustia. Antes que la duda se apoderara por completo de ella la cogí de la mano y entramos al viejo caserón a un lado del cementerio.
El viejo caserón era una edificación de dos plantas que tenía casi la misma edad que el cementerio, entre 80 a 90 años; pero mostraba un aspecto de cargar con más de 200 febreros.  El tiempo no había sido condescendiente con aquella edificación que parecía caerse a pedazos.
La fachada, que en otrora sería de un color blanco o azul, ahora estaba pintada de un café tierra, que daba la impresión de ser, más que una casa, la extensión de los múltiples pantanos que proliferaban en medio del camposanto.
Adentro, la sala en el primer piso aunque casi igual de deprimente que el exterior, tenía un semblante un poco más acogedor. Tres pequeños muebles, una mesa con seis sillas, una lámpara de racimo antigua que colgaba en la mitad del techo, una vieja biblioteca hecha de caoba con pocos libros y en una de las paredes el cuadro de una familia compuesta por cuatro personas (un hombre de 35 a 38 años, una mujer un poco más joven y dos niños) le otorgaban un tinte humano.
El resto de los cuartos de la primera planta, a excepción del dormitorio del sepulturero, permanecían cerrados con llave. La segunda planta era utilizada como taller y depósito de la diversidad de pinturas que jamás saldrían a la luz pública.
Los rayos de sol que se filtraban por las cortinas entreabiertas, proyectaban una claridad en aquella sala, que lograron que Isa se calmara un poco. Nos dirigimos hacia las escaleras que conducían al segundo piso. Mientras subíamos, Isabel se paró en seco en otro amago de echarse para atrás, pero apreté el paso, ya habíamos llegado a nuestro destino.
—Isabel Patricia Bejarano, bienvenida al paraíso —exclamé con gran entusiasmo.
Isa no escuchó ninguna de las palabras de mi elocuente bienvenida. La magia de aquel lugar la capturó sin remedio. Sus ojos se perdieron en los 67 retratos montados sobre caballetes que se esparcían por todo el inmenso salón.
Con una mirada embrujada caminó despacio a través de un río de rostros de personas conocidas del pueblo, pero tenían algo diferente que no atinaba a descifrar que era. Observaba con detalle cada cuadro, como si los dibujos en esa inédita galería de arte le revelaran infinidad de misterios, y los labios retratados sobre el papel le contaran al oído sus verdaderas historias.
Hasta que llegó allí, en el centro de la sala, como si la estuviera esperando desde siempre, encontró su propio rostro. Este era un tanto distinto a aquel que todos los días veía frente al espejo, era más que su retrato, era su yo interior.
No recuerdo a una Isabel tan conmovida. Con lágrimas en los ojos se acercó hasta el lienzo, palpó con la yema de los dedos la textura carrasposa de la pintura como acariciando el rostro de un bebé.
—Son las sombras — le susurré a sus espaldas. No me hizo caso y siguió con el escudriño, trazo por trazo, de su nuevo objeto de devoción. La dejé sola y me senté en una de las sillas del taller a esperar que se le pasara la impresión. Después de más de 15 minutos regresé a donde estaba ella. Seguía allí, cautiva. Esta vez sí se percató de mi presencia, se volvió y me dio un abrazo.
— Alex ¿por qué no me habías traído? —reclamó Isabel.
—Señorita odio los cementerios.
—No puedo creer que el viejo sepulturero sea el creador de estos retratos, parece como si...
—Como si tuvieran vida propia —completé, mientras el sentimiento de felicidad que trasmitía Isabel se apoderaba también de mi ser.
—Sí, parece como si quisieran hablar y confesar algún secreto —Isa volvió la mirada hacia su retrato y dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—Son las sombras —afirmé como si fuera el mayor experto en el tema.
—¿Las sombras? —preguntó Isa y me clavó una mirada que exigía respuestas inmediatas.
—Te explico después que salgamos. Mejor apresurémonos a ver el resto de los cuadros.
—Espera, ¿Qué hay detrás de esa puerta? —Isa señaló un portón negro que estaba en el fondo del gran salón.
—No lo sé. Esa puerta siempre permanece cerrada. Una vez le pregunté al viejo Rentería sobre lo que había allí, no me respondió y no le volví a preguntar.
—¿No te intriga saber lo que hay dentro?
—A veces. Pero...
—Tengo una idea —me atajó Isabel, cubierta de una sonrisa llena de perversidad que presagiaba malas noticias.
—¿Qué tienes en mente?
—Espérame aquí, ya lo verás —a toda prisa bajó las escaleras y un instante después subió con un manojo de llaves sacudiéndolas en alto como signo de victoria.
—¿De dónde sacaste esas llaves?
—Solo hay una sala y solo una pequeña biblioteca. No tienes que ser un policía de intrigas para saber dónde encontrarlas.
—Señorita detective, la pregunta es: ¿cuál de todas esas llaves es la que abre la puerta?, contando que una de esas sea la correcta y que seamos tan atrevidos como para invadir la intimidad del viejo Rentería.
—Deja de ser quisquilloso. No creo que nos encontremos con un cadáver ni nada por el estilo, a lo mejor damos con las mejores pinturas. Empezaré por probar con esta —mostró una llave negra diferente al resto. Se dirigió hasta la puerta, introdujo la llave en la cerradura, respiró profundo, giró y empujó. La puerta se abrió.
La claridad de la tarde contaminó todo el lugar de un hermoso resplandor naranja que reveló montañas de rollos de papel por todas partes, dibujos a medio terminar, retratos de rostros sin boca, sin nariz, sin ojos: una galería de desperdicios. Pero en el rincón más oscuro de esa fosa de retratos inacabados, había un caballete cubierto con una polvorienta manta. Isabel dejó a un lado las hojas que había acabado de coger, se acercó hasta allí y la removió de un solo tirón.
Cuando el polvo se disipó dejó ver en el papel el retrato de un niño de alrededor de 7 años, a blanco y negro. La nitidez y perfección de sus trazos impactó mi vista de tal modo que olvidé por ese instante donde estaba o que Isabel se encontraba a mi lado.
De todas las pinturas que había visto aquella era la más extraña, porque el viejo sepulturero siempre tenía especial cuidado con las sombras, pero en esa las sombras no tenían ningún tipo de relación con la imagen del niño como si fueran de otra parte.
Pero lo que más me llamó la atención fue la mirada de aquel niño, no estaba seguro, pero esos ojos los conocía de alguna parte.
Mientras trataba de recordar quien era el dueño de esa mirada, de repente, la tinta del retrato, como si se tratara de petróleo crudo derramándose, se deslizó del papel hasta caer al suelo. Y al parecer tenía vida propia, porque tomó dirección hacia el taller.
Isa, al igual que yo, quedó petrificada, siguió con la mirada la tinta que se arrastraba como un gran gusano negro que no dejaba marcas, me miró a los ojos por un segundo y a toda prisa salió del taller dando tumbos.
La perseguí, pero al pasar por la galería pude notar que algunos cuadros, que antes tenían retratos, ahora estaban en blanco. La tinta del niño también había desaparecido.
En mi huida me aseguré de cerrar todas las puertas que Isa dejaba abiertas a su paso. La alcancé en la entrada del pueblo, estaba agitada y temblando como en el peor de los inviernos, pero con la seguridad de haber escapado de cualquier peligro.
—Isa, no sé si ya lo notaste— le dije— pero aún tienes en las manos las llaves del caserón.

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